Cuando el corredor terminó su entrenamiento y descubrió que había batido su propio record, dio un golpe al aire y exclamó:
- ¡Sí! ¡Soy tan rápido que ni el Diablo podría ganarme!
En ese preciso momento, un hombre regordete, calvo y que usaba una camiseta blanca, sin mangas manchada y sudada, salió de detrás de las gradas del estadio y se le acercó.
- ¿Te gustaría intentarlo? -le preguntó el misterioso y asqueroso hombre.
- ¿Quién eres? -demandó, asustado, el corredor, al ver que sus ojos eran de colores distintos, el derecho: negro como la noche, y el izquierdo: dorado como el sol.
- ¿Quién más? -lo cuestionó el hombre, esbozando una escalofriante sonrisa de dientes separados, cariados y amarillos.
Aterrado, el corredor se quedó petrificado.
- ¿No quieres ver quién de los dos es el más rápido? -le preguntó el hombre, acercándosele y acariciándole sus musculosos brazos.
- N-n-n-no.
- ¿Qué te parece si hacemos un trato? -continuó el hombre, aprovechándose el miedo del corredor y pasándole su regordeta y sucia mano por el pecho-. Si me ganas, te concederé un deseo, cualquiera que tu corazón desee.
- ¿Y... Y... Y si pierdo?
- Si pierdes, bueno... me quedaré con tu alma una vez que hayas muerto.
- No -se negó, el corredor, temiendo tener que pasar su eternidad en el infierno.
- ¿Estás seguro?... ¡JA! ¡Qué perdedor resultaste ser! Sabía que no eras capaz de vencerme, ni siquiera en mi peor forma -se burló el hombre, tocándose su protuberante barriga-. Todo tu entrenamiento no sirvió para nada, eres un cobarde y un perdedor, deberías sentarte y no correr más nunca en tu vida. Perdedor de pacotilla.
- ¡Calla! -gritó el corredor- ¡No soy ningún perdedor! Está bien, corramos, te demostraré que soy un ganador y que mi entrenamiento sí ha dado resultado pero, antes, tienes que prometerme algo.
- ¿Qué?
- Que no harás trampa, que correrás dignamente, que cumplirás mi deseo cuando gane y, más importante, que me dejarás a mí y a mi alma tranquilos para poder disfrutar de la eternidad en el paraíso.
- Prometido -juró el hombre, elevando su mano derecha al aire y colocándose la mano izquierda sobre su pecho.
Bajo tal condición, el corredor y el hombre regordete tomaron sus posiciones y empezaron la carrera. Y tal como lo había supuesto el corredor, cuando iban a mitad de camino, el hombre regordete se quedó sin aliento y, tropezándose con sus propios píes, se cayó sobre la pista, casi desmayado, causando una gran nube de polvo.
Ignorando lo sucedido, y sin detenerse a ayudarlo, el corredor siguió y ganó la carrera.
Admitiendo su derrota con dignidad, el hombre regordete escuchó el deseo el corredor y, tronando sus dedos, lo hizo realidad, tal cual como lo había prometido. Luego, sin decir nada más, camino lentamente a las gradas por las que había llegado y desapareció tras ellas con su pícara y horrible sonrisa en sus labios.
El corredor, desde entonces, vivió una vida larga y feliz, llena de éxitos gracias al deseo que había pedido y, siendo muy cuidadoso de no hacer ningún mal, se convirtió en un hombre bondadoso y muy bueno.
Sin embargo, cuando el corredor murió, su alma fue sentenciada al infierno porque, según el Juez Divino, a pesar de haber sido un buen hombre toda su vida, era imposible aceptar en el paraíso a alguien que hubiera pactado con el demonio.
Fin.
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