Todos los días, mientras que el pastorcito llevaba a las ovejas a pastar sobre la cima de una colina cercana, observaba como la rebelde oveja negra se mofaba del lobo llamándolo cobarde y tonto porque no se atrevía a atacarlas y, ante todo esto, el lobo aceptaba las dolorosas palabras bajando la cabeza y retrocediendo un par de pasos.
A medida que pasaban los días, los insultos y provocaciones de la oveja eran cada vez más fuertes y humillantes; pero al no obtener una reacción diferente del lobo, quien siempre bajaba la cabeza y retrocedía, el pastorcito creyó que las palabras de la oveja eran ciertas y consideró que, realmente, el lobo les tenía miedo y que era un cobarde.
Un día, el pastorcito amaneció muy enfermo y cuando vio a su padre muy preocupado porque no tenía quien llevara las ovejas a pastar, le dijo:
- Papá, las ovejas pueden ir solas a pastar.
- Pero, hijo, ¿y el lobo? Si enviamos a las ovejas solas a pastar, el lobo se las comería de un bocado.
- No, papá, el lobo le tiene miedo a las ovejas -afirmó el pastorcito.
- Debe ser la fiebre… -balbuceó el padre, tocándole la frente a su hijo.
- No, papá, confía en mí, el lobo no atacará a las ovejas, él les tiene miedo, sobre todo a la oveja negra –explicó el pequeño, mostrándose tan seguro de sí mismo que convenció a su padre de enviar a las ovejas solas a pastar.
Sin embargo, cuando cayó la noche, al ver que ninguna oveja había regresado a casa, tanto el pastorcito como su padre fueron a la colina a buscarlas; pero lo único que encontraron, en la cima, fue al lobo, dormido, con la barriga tan llena que parecía que fuera a explotarle en cualquier momento.
Fin.
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