Al día siguiente, el tercero después de la última desaparición, la sacerdotisa no permitió que nadie ingresara en el bosque, y se adentró ella misma en él para complacer a los aldeanos y rezar algunas oraciones.
Durante su camino, la sacerdotisa se paseó por entre los esplendorosos árboles del bosque, apreciando su belleza y sus deliciosos olores, hasta que llegó a un pequeño claro, donde puso manos a la obra.
Sacando de uno de sus bolsillos un frasquito que contenía un misterioso polvillo blanco, la sacerdotisa lo utilizó para dibujar un círculo y varios símbolos extraños en el piso del frondoso claro y, luego, se paró en el centro de éste a hacer sus oraciones. Pero no había comenzado bien a rezar, cuando, de entre los arbustos, saltó un majestoso conejo, tan blanco como la nieve y con dos grandes ojos de distintos colores: uno tan rojo como la sangre y el otro tan azul cómo el cielo en un día soleado, que se detuvo a un par de metros de ella a observarla, moviendo sus largas y delicadas orejas con curiosidad.
Al percatarse de que tenía compañía, la sacerdotisa guardó silencio y, encantada por la belleza del animal, se arrodilló para llamarlo y poder acariciarlo. Pero al ver que este no se acercaba, la sacerdotisa dio un paso hacia él, saliéndose del círculo que había dibujado y, tan pronto lo hizo, el mullido y majestuoso conejo blanco saltó sobre ella, quien empezó a acariciarlo plácida y frenéticamente.
Luego de pasar un par de horas acariciando el suave pelaje del conejo, la sacerdotisa descubrió que a pesar del hambre, sed y sueño que tenía, no podía detenerse porque, por más que quisiera o intentara soltar al animal, su cuerpo no respondía y durante los próximos tres días no hizo más que acariciar a aquel misterioso conejo blanco hasta que cayó sin vida sobre el piso del frondoso claro.
Y una vez libre, el conejo, dando pequeños saltitos, se perdió entre los arbustos buscando a su próxima víctima.
Fin.
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