El cartero recorrió miles de kilómetros cargando el pesado sacó en su espalda, y tuvo que enfrentarse a toda clase de problemas: tuvo que cruzar lagos congelados, tuvo que luchar contra osos polares y hasta tuvo que pasar varias noches a la intemperie del frío polo norte para poder entregar sus cartas.
Sin embargo, cuando el pobre y cansado cartero llegó al pequeño buzón que había a unos cuantos metros del taller de Santa y empezó a sacar las cartas del saco para dejarlas en su destino, notó horrorizado que había cometido un gran error, porque todas las cartas que traía consigo estaban dirigidas a otra persona.
- ¡¿Qué diablos?! -se quejó el cartero, titiritando de frío-. ¿Qué demonios le pasa a los niños de ahora?
En eso, una cálida brisa acarició el congelado rostro del cartero.
- Creo que tienes algo para mí... -dijo una voz grave y fría a las espaldas del cartero.
De pronto, el cartero empezó a sentir mucho miedo y, al mismo tiempo, comenzó a hacer un intenso calor que empezada a derretir la nieve a su alrededor.
- Sí-sí-sí... -titubeó el cartero, sin atreverse a voltear para comprobar que la persona que le hablaba era el destinatario de las cartas-. To-todas esas -indicó, señalando el saco.
- Muchas gracias -dijo la voz. Luego, se escuchó un chasquido de dedos y todas las cartas se prendieron fuego y, en un par de segundos, ardieron hasta que no quedaron más que sus cenizas-. Por cierto, para responder a tu pregunta, -añadió la voz-, los niños de ahora prefieren no ser juzgados ni arriesgarse a recibir un pedazo de carbón.
Fin.
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