- ¡Oye! ¡Pequeño! ¿Qué te he dicho de sacar la cabeza por la ventanilla? -lo regañó el hombre al volante.
- Lo siento, papá –dijo el niño, sentándose correctamente dentro del vehículo y secándose un par de lágrimas.
- ¿Qué pasa, querido? ¿Por qué lloras? –le preguntó su madre, al verlo por el espejo-. ¿No te gustaron los delfines ni las orcas?
- Sí, mamá, me encantaron, es solo que... estaba pensando en ellos...
- ¿Qué?... ¿Qué pensabas, querido?
- Pues, pensaba que me parece muy triste e injusto que a lo que el acuario cierra nosotros podamos regresar a casa y ellos no –respondió el niño, melancólicamente.
- ¡Jajaja! ¿Qué cosas dices, pequeño? –se burló el padre-. El acuario es su casa.
- No, papá, el acuario no es su casa, su casa es el océano –aclaró el niño, muy desanimado.
Al escuchar esto, los padres compartieron una mirada incómoda por un par de segundos sin saber que decir, hasta que, tras aclararse la garganta, el padre preguntó nerviosamente:
- ¿Qui-qui-quién quiere pizza?
- ¡¡¡Yo!!! –respondió el pequeño, olvidándose rápidamente de todo-. ¡Con muchas anchoas y bordes de queso!
Fin.
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