1026 - El Dorado.

A pesar de que el guía turístico nos había advertido de que no debíamos separarnos del grupo, mientras caminaba por aquellas verdes y maravillosas montañas, sentí cómo estas me susurraban al oído y me incitaban a que me adentrara en ellas, cautivado por su belleza y la dulce voz que despertaba mis instintos, me separé del grupo y me perdí entre las colinas.

Siguiendo aquel misterioso susurro, caminé, o mejor dicho,  corrí por horas, embelesado por la magnificencia del verde y oloroso pasto lleno de flores que cubría las montañas y los animales tan dóciles y peculiares que nunca antes había visto en mi vida, sin ni siquiera cansarme, me alimenté de las bayas y frutos que conseguía en mi camino y, al anochecer, como si fuera un cuento de hadas, dos hermosas llamas blancas como la nieve se acercaron a mí y pude dormir acurrucado entre ellas sin pasar ni un solo momento de frio.

Al día siguiente seguí mi camino y, al atardecer, descubrí que aquel susurro me había guiado hasta un antiguo pueblo hecho de oro macizo: desde la más pequeña cucharilla para postre, hasta la más grande edificación. Y a pesar de la molestia que ocasionaba el resplandor del sol sobre las brillantes y relucientes superficies de oro que me rodeaban, mis ojos aún no podían creer lo que veían.

Tras confirmar mis sospechas de que el pueblo estaba desierto, llené mis dedos de anillos, mi cuello de collares y mis bolsillos con todo lo que encontré, antes de emprender mi viaje de regreso, fijándome muy bien en el camino para poder volver y reclamar aquella ciudad dorada solo para mí. Pero el retorno no fue tan fácil cómo lo imaginé, porque a pesar de que pensé que estaba siguiendo la misma ruta por la que había llegado, las montañas estaban áridas, sin ningún árbol o arbusto con frutos del cual pudiera alimentarme y,  esta vez, ninguna llama se acercó a calentar mis frías noches, sin mencionar que me sentía perdido al no escuchar aquel misterioso susurro dentro de mí.

Así que poco a poco, tuve que ir deshaciéndome de mi botín hasta que me quedé sin nada, porque el oro que llevaba en mis bolsillos pesaba mucho y me cansaba muy rápidamente, mientras que los anillos y collares que tenía sobre mi cuerpo se calentaban y me quemaban por los despiadados rayos del imponente sol del mediodía. Y lo más curioso de todo esto, es que no fue hasta que me despojé del último anillo que pude encontrar el camino de regreso al hotel, donde me esperaba el guía turístico tan preocupado y enfadado que no creyó ni una sola palabra de mi aventura.

Fin.

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